García Ramírez, María Eugenia
ARROYUELO
-¿No extrañas lo que teníamos antes?
-¡Oh, sí! Este silencio es tan pesado.
-¿Que te gustaba más de entonces?
-Me encantaba sentir la corriente del agua del río fluyendo sobre nuestra corteza. El roce de los pies de los niños haciendo piruetas dentro de ella y sobre nosotras. Pero lo que más me agradaba, era esa melodía que formaban sus risas. Saber que ellos estaban felices, me alegraba a mí también.
-Veo que la nostalgia te invade tanto como a mí.
-¿Por qué tuvimos que quedarnos aquí? O, ¿por qué ellos tuvieron qué partir?
-Partieron porque sus padres ya no pudieron seguir cultivando la tierra. La fuente de alimentos y dinero desapareció. La familia, en pleno, se vio obligada a buscar nuevos horizontes con la esperanza que fueran mejores que éste.
-Sí, es entendible. ¡Mira lo que le hicieron a nuestro río! Lo encarcelaron en pomposas presas donde, según los gobernantes, podrían administrar de mejor manera la distribución del agua.
-No me toques ese son; que me indigna ver cerca de mí los árboles muriéndose de sed. El agua que alimentaba los niveles friáticos dejó de llegar. Así que las tierras fueron perdiendo humedad y como consecuencia, estos árboles y matorrales son ahora fantasmas blanqueados por el polvo que el viento levanta, y que se ha incrustado en sus secas hojas y corteza.
– Los veo, hasta los magueyes han perdido humedad; mira a los nopales, les pasa lo mismo. Todo está seco.
-Alguna vez escuché a unos padres desalentados platicar sobre las dificultades que vivían para lograr que la Comisión Nacional del Agua, les concediera el permiso de usar el vital líquido almacenado en la presa para regar sus parcelas.
-Eso, pensando que podrían tener dinero para construir los canales que les llevaran el agua desde el canalón principal hasta sus predios.
-Ese es otro tema. Sabemos que el cacique del pueblo, haciéndola de usurero, les financiaba esas construcciones, y luego se los cobraba a precio de oro.
-Pues sí; pero, ¿cómo no caer en manos de esos voraces agiotistas, si las dependencias oficiales obligadas a financiarlos les negaban los préstamos? Bueno, tú sabes que no tenían que negárselos, sólo les hacían una larga lista de requisitos que había que cubrir. Tan larga, que para cuando lograban juntar toda la papelería requerida, ya se había pasado la temporada de siembra.
– Y eso no es todo, recuerdo el año en que la cosecha de algodón fue abundante y de excelente calidad. No olvido que no se pudo vender, porque el precio en el mercado se cayó. Y la tuvieron que dejar en el almacén del despepite tanto tiempo, que cuando quisieron sacarla, ya no pudieron porque lo que se debía de almacenaje era demasiado. Así que también ese año se perdió la cosecha.
-Todo está en mi memoria como si hubiese sido ayer. No puedo olvidar las caras de Juan y Pablo. Podías leer en ellas lo que estaban sintiendo; y nosotras, aquí inmóviles, sin poder ayudar en nada.
Sin poder decirles que lo lamentábamos tanto como ellos.
-Pero luego, la alegría de una esperanza renacida con la visita del primo Manuel.
-¿El que llegó de Houston, Texas?
-El mismo.
-Con esas historias de que allá sí había progreso y que tenían cabida todos. Que allá podrían salir adelante ellos y sus familias. ¿Cómo no escuchar el canto de las sirenas?
-Sí, la mayoría se convenció, y se fueron en busca de trabajo, arriesgando la vida al cruzar ese río aparentemente tranquilo; pero que ha cobrado muchas vidas.
-Por fortuna, Juan y Pablo lograron cruzar. Colocarse en un empleo, y con el paso de los años, llevarse poco a poco a la familia.
-Esa es la razón de que tú y yo nos hayamos quedado solas. Adheridas a este reseco suelo, y esperando que el viento y el sol nos desgasten pronto para dejar de añorar el agua acariciando nuestros cuerpos, y todo aquel bullicio que alguna vez tuvo en vida este pueblo.
Ma. Eugenia García Ramírez
Monterrey, N.L. Mayo 13, 2011
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